Los ensayos que han conseguido eliminar el VIH de una persona infectada mediante un trasplante de médula son eso, ensayos. Desde 1996, la terapia combinada de alta eficacia ofrece una opción para tratar a las personas con VIH mucho más sencilla y de menos riesgo: tres píldoras al día (o una que contenga los tres fármacos en un solo comprimido). Someterse a un trasplante de médula —una práctica con una mortalidad no desdeñable actualmente, superior al 10%— parece un exceso de todo punto (por riesgo, tiempo, secuelas e incluso precio) ante la opción de medicarse.

Por eso el mérito de estos ensayos —el de Timothy Brown de 1995 y el que se publicó ayer en Nature con participación española— conduce a una idea muy querida por los científicos, pero no tanto por los pacientes: la prueba de concepto. Es decir, se demuestra la idea de que de alguna manera se puede eliminar el VIH de los reservorios, y que la situación se mantiene si se suspende la medicación de los afectados (el equivalente a una cura). Lo que no se demuestra es que esta sea la mejor manera de conseguir la buscada eliminación del virus.

En ambos casos, el del paciente de Berlín y en este, la clave del éxito está en trasplantar a los pacientes una médula ósea con una mutación que impide al VIH buscar refugio en el interior de esta. Esto, que hace una década parecía una opción solo interesante, ahora es más realista, aunque no de aplicación inmediata. Los avances en la edición genómica —el CRISPR, las famosas tijeras que permiten cambiar genes a demanda— podrían facilitar la modificación del ADN de un afectado o, directamente, ayudarle a tener hijos con la mutación adecuada, con lo que se evitaría que el VIH se asiente en ellos.

Pero todo este derroche tecnológico puede quedar obsoleto si se consiguiera algo conceptualmente mucho más sencillo, aunque de momento se resista: una vacuna que inyectada o tomada una vez en la vida (o cada 10 años,

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