Cuatro sillas de escritorio diferentes muestran la evolución del párkinson en el cuerpo de Antoni Monguilod. Arrinconadas en un lateral del despacho de su casa de Malgrat de Mar (Barcelona), los distintos tamaños y formas de los asientos se fueron sucediendo hasta la actual silla de ruedas de la que Monguilod, de 74 años, no se puede levantar desde hace dos meses. Su pérdida de autonomía le empujó a enviar una carta a varios medios reclamando la legalización de la eutanasia para evitar “sufrimientos” y como un “derecho fundamental”.

En este encarcelamiento corporal, que le impide completar una frase, el ordenador aparece como una rendija en la celda. El ratón y teclado dan a Monguilod el movimiento y las palabras que le va absorbiendo la enfermedad. De su puño y teclas salieron esos párrafos de auxilio que envió reclamando la despenalización de la eutanasia.

“Pasa las tardes frente al ordenador y todavía se encarga de las facturas y la administración del hogar”, comenta su esposa, Magdalena Fornés. Ante todo, el despacho de Monguilod es un museo de recuerdos de su vitalidad. Un violín en la parte superior de un armario, una jarra con el dibujo de un paracaídas de su etapa en la mili, fotografías con amigos y varios tomos encuadernados de la revista Som-hi, una publicación local mensual de la que se encargó entre 1977 y 2016.

“Dejar de padecer y de hacer padecer”, explica a EL PAÍS lo que significaría para él una “muerte digna”, en una entrevista en la que las dificultades en la comunicación son solventadas por su mujer. Además de ser su compañera de vida, ahora ella es sus piernas, sus brazos y su voz. “La quiero mucho y no quiero que pierda la salud cuidándome”, decía la misiva de Monguilod. Actualmente, Fornés atiende a su marido las 24 horas del día y solo se “puede escapar” cuando alguno de los cuidadores acude a su hogar. “Si no hay nadie no me quedo tranquila”, señala. Añora ir a la playa y de momento se conforma con una piscina portátil en la terraza de casa.

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