Si algo puede decirse de los mexicanos es que nos fascina la pólvora. Y mucho. Quizá no a todos, claro, pero al menos a los suficientes como para explicar las cantidades descomunales de disparos que se hacen en este país (aquí se le tira al enemigo, al inocente, al que va pasando, a los perros y gatos, a las latas, a los letreros de las calles y hasta al aire, porque hasta la alegría, cómo no, se expresa con una buena descarga de plomo). Por eso tenemos las cifras de homicidios por arma de fuego que tenemos.

 Pero nuestro amor a la pólvora también se manifiesta bajo formas, en teoría, más festivas. A la luz de la evidencia es posible sostener que, llegadas ciertas fechas, a los mexicanos se nos enciende la sangre, las manos nos pican y se nos activa en el cuerpo la necesidad vital salir a tronar cohetones, petardos, palomitas, garbanzos o lo primero que nos vendan. Esas fechas bien pueden ser las que actualmente transitamos, es decir, las Navidades y el fin de año. Sin embargo, entre nosotros sobran los entusiastas que extienden su adicción a celebraciones menos generalizadas y fechas con menor consenso social. Y en este país no hay parroquia sin fiesta ni santo sin artillería, así que las noches mexicanas, lo mismo en pequeñas localidades que en megalópolis, suelen consistir en un rosario de estallidos de todo tipo: secos, chisporroteantes, lejanos, cercanísimos. Y la gente tendida en sus camas despierta y se pregunta: “¿Serán balazos, lanzagranadas, los quince años de la menor de las hija de Lupita, la de la vuelta, o nomás los cohetones de San Sulpicio?”.

 Aquí nadie se arredra ante la evidencia de que el manejo de pólvora es un peligro innegable y no cosa de juego, como suele darse por sentado. Las conflagraciones gigantescas que han volado mercados enteros dedicados a la venta de pirotecnia (con profusión de víctimas mortales, entre las que abundan los niños) escandalizan a unos pocos y solo durante unos días, como si se trataran de un mero trámite. Las noticias interminables de incendios,

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