Quinoa, chía, goji, kale, maca, acaí, arándanos, salmón, kéfir, miso, natto, aronia, ajo negro, cacao, camu-camu, espirulina, cúrcuma, alfalfa, berros, baobab, chlorella, maíz morado, plátanos, lúcuma, levadura nutricional, hierba de trigo. Son sólo algunos ejemplos de lo que se ha venido a llamar ‘superalimentos’ en los últimos años, y si quisiéramos podríamos prolongar (y mucho) la lista.

Se trata de diferentes alimentos, a menudo exóticos (y, por ello, a veces relativamente costosos) que se anuncian junto a todo tipo de beneficios casi milagrosos: ‘crear músculo’ ‘bajar la tensión’, ‘mejorar la memoria’, ‘perder peso’, etc. Hasta qué punto estas fabulosas propiedades tienen una base científica sólida detrás es una cuestión muchas veces compleja y que tiende a quedar en manos del consumidor y no del proveedor.

La historia de los superalimentos

Hablar de la base científica de los superalimentos es en realidad algo engañoso: simple y llanamente, ‘superalimento’ no es un término científico. De hecho, la Universidad de Harvard traza el origen del término casi con toda certeza al ámbito del marketing y a los días de la primera guerra mundial, cuando la compañía The United Food Company (que, muy interesantemente, también jugaría un papel importante en la configuración de la expresión ‘república bananera’, gracias a su influencia sobre la política de muchos países hispanoamericanos) se embarcó en una entusiasta campaña para promocionar su importación estrella: los plátanos.

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