Cada vez más médicos y científicos suecos están llamando la atención sobre el enfoque del Gobierno del país escandinavo respecto a la COVID-19. Al contrario que sus vecinos nórdicos, Suecia ha decidido adoptar una estrategia relativamente laxa con la que parece lanzar el mensaje de que es mejor quedarse corto que pasarse.

Si bien el Gobierno sueco ha prohibido las reuniones de más de 50 personas, lugares como los colegios, los restaurantes y los gimnasios están exentos de dicha prohibición, por lo que permanecen abiertos a pesar de que Suecia registra más de seis mil positivos, el doble que hace una semana. Hace una semana Noruega presentaba la mayor cifra de positivos en Escandinavia. Ahora (con datos del sábado 4 de abril) tiene 800 casos menos que Suecia, que también es el país de la península que más víctimas mortales de COVID-19 acumula (358) muy lejos de Noruega (59) y Dinamarca (139).

La opinión pública está dividida: por un lado, algunos defienden que criticar abiertamente a las autoridades tan solo sirve para socavar la confianza de los ciudadanos en sus gobernantes en un momento en el que deben estar unidos; otros se muestran convencidos de que Suecia se encamina hacia una catástrofe de proporciones bíblicas y que se debe virar el rumbo cuanto antes. Lo cierto es que ninguna de estas opiniones nace de la experiencia directa con una pandemia de carácter global. Nadie sabe qué le espera más adelante.

En las epidemias, los análisis predictivos ayudan a guiar el sentido de las intervenciones, evalúan los potenciales impactos sociales y económicos y elaboran una estimación de la capacidad de respuesta hospitalaria. Los análisis predictivos precisan la introducción de datos, preferiblemente extraídos de experiencias pasadas en escenarios comparables. Hasta el momento, sabemos que la calidad de dichos datos deja mucho que desear.

La mayoría de los análisis predictivos de la COVID-19 utilizan datos procedentes de la epidemia en China e Italia,

 » Leer más