Cabeza de león, torso de cabra y cola de dragón, así era la quimera de la mitología griega que asoló el sur de Anatolia y sabe Zeus qué más hubiera asolado de no ser por la oportuna hazaña de Belerofonte, el 007 de la época. El centauro, la sirena y la criatura del doctor Frankenstein son quimeras en un sentido más lato, pues están hechas de partes de individuos distintos, componentes deshilvanados que, sin embargo, parecen funcionar bien en ese régimen de joint venture, según nos dicta el potaje febril que la imaginación humana ha cocinado durante 25 siglos. Y, sin embargo, las quimeras existen y caminan entre nosotros.

Hay casos conocidos en la literatura médica, niños a los que solo les baja el testículo derecho y que, tras un examen más detallado, resultan tener un ovario en el lado izquierdo, o hijos de padres con colores de piel distintos que están compuestos por zonas de distinta tonalidad, a menudo con fronteras nítidas entre un color y el otro. La mayoría de estos casos se debe a la fusión de dos embriones en el útero. Aunque la misma pareja concibiera un millón de embriones, no habría dos iguales, y unos llevarán los genes oscuros de papá y otros los genes claros de mamá. Si dos se fusionan en el desarrollo temprano resultará una quimera que puede observarse a simple vista. El fenómeno es más frecuente de lo que creemos, porque la mayoría de los casos de quimerismo requieren análisis de ADN para detectarlos, y no suele haber razones médicas para hacerlos.

Pero sí que hay razones policiacas. Aprendo en un concienzudo reportaje de Heather Murphy para The New York Times que, en 2004, unos policías de Alaska extrajeron ADN de semen en un caso de violación, lo subieron a las bases de datos genéticos y encontraron una coincidencia perfecta con el ADN de un hombre que estaba fichado. Eso serviría normalmente como una prueba decisiva para un juez. Pero había un problema: el sospechoso estaba en la cárcel cuando se cometió el delito.

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