Yves de Locht es el último hombre en llamar a la puerta. El médico que clava la jeringuilla y observa la vida desvanecerse en segundos. Y un recurso desesperado para los franceses encadenados a los sufrimientos de la enfermedad terminal. La explicación parece sencilla. En Bélgica la eutanasia es legal desde 2002. En Francia está penada con cárcel. La muerte, para algunos un deseo que no acaba de llegar nunca, aguarda a solo una frontera de distancia. Y De Locht cumple puntualmente con la última voluntad de sus vecinos del sur: unos 80 de los 100 pacientes a los que ha ayudado a morir eran franceses.

En la cocina de una amplia casa de dos plantas en Rhode-Saint-Genèse, una localidad flamenca situada a media hora en coche de Bruselas, De Locht retrata la muerte como un regalo para aquellos que malviven sumidos en padecimientos infernales. En la pared, un grabado de su esposa, dedicada al arte, muestra el caos de un desastre natural. Sobre la mesa reposan dos de sus diarios, un conjunto de anotaciones concebidas para no olvidar las frases de algunos de sus pacientes antes de morir. “Gracias por aliviarme, estoy tan cansada…”, dice una de ellas. Se llamaba Cathy y tenía ELA. Privada del habla, la escribió con la retina letra a letra gracias a un dispositivo capaz de detectar la dirección de su mirada. Al lado de los cuadernos, el destilado de esos 10 años de recuerdos desde su primera eutanasia: un libro titulado Doctor, devuélvame mi libertad —sin traducción al español—.

La obra, junto a sus habituales viajes al país para impartir charlas o verse con diputados en la Asamblea Nacional, han colocado a De Locht en el radar de los franceses golpeados por enfermedades incurables. Sus servicios son cada vez más codiciados ante la falta de alternativas en sus hospitales. Aunque Francia vive en permanente debate sobre la legalización de la eutanasia, por ahora solo se autoriza la sedación terminal. La solución es insuficiente para De Locht. Y ha sido criticada por la escritora Anne Bert,

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