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Los turkana no están acostumbrados a dar las gracias porque nunca nadie ha tenido que hacer nada por ellos. Un pueblo nómada que sobrevive vagando por el norte de Kenia, en un territorio que hace millones de años fue un vergel y una de las cunas de la civilización, y que hoy regala la paradoja de tener el lago desértico más grande del mundo de agua no potable. Un tesoro en una jaula difícil de aprovechar.

Los turkana tampoco están acostumbrados a pedir porque llevan siglos en un frágil equilibrio de autosuficiencia y viviendo con lo puesto, pastoreando sus cabras y camellos con solo una manta de vivos colores anudada al hombro, sus cuerpos estilizados, sus cabezas rapadas con diferentes dibujos según el clan y una pulsera metálica afilada que les sirve de cuchillo para sacrificar a los animales que necesitan para sobrevivir.

“Los turkana no están acostumbrados a dar las gracias porque nunca nadie ha tenido que hacer nada por ellos”

Esa resiliencia milenaria es el barro que ha modelado a una comunidad aparentemente fuerte, pero que hoy se encuentra amenazada por las consecuencias del cambio climático: los patrones de lluvia están cambiando, el lago ha reducido su capacidad, los terrenos fértiles se han vuelto inertes y los turkana tienen que recorrer mayores distancias para pastorear y recoger agua, enfermando más a menudo y obligándose a realizar algo que rompe con una tradición milenaria…

…pedir ayuda.

El niño de Turkana

Hace casi dos millones de años, el clima y el paisaje de la región invitaron a los primates a cambiar los árboles por la sabana y los saltos entre lianas por la postura erguida. En 1984, un paleontólogo de la etnia kamba descubrió fosilizado a un niño de homo erectus para confirmar que por esas llanuras de Kenia y Tanzania empezaron a pasear nuestros ancestros.

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