“Para la gente ha acabado el terrorismo, pero para las víctimas, no. Para ellas sigue estando presente cada mañana, cada tarde y cada noche porque tienen a sus seres queridos enterrados. Por tanto, no hay que olvidarles nunca y por ellas hay que construir un relato de verdad de lo que pasó. Y lo que ocurrió es que la democracia ganó y ETA perdió”. Es el testamento humano y político que Alfredo Pérez Rubalcaba legó cuando ETA cesó definitivamente el 20 de octubre de 2011 y al que contribuyó decisivamente. De todas sus responsabilidades, a la que se dedicó más intensamente fue acabar con el terrorismo. Aun retirado de la política seguía en contacto con las víctimas y preocupado de cómo se escribía el relato del fin de ETA: por esa razón decidió narrarlo en el documental y el libro El fin de ETA.

Solía insistir en que el final de la banda terrorista fue el mejor posible porque ETA no logró ninguno de sus objetivos políticos y acabó con un comunicado de reconocimiento de su fracaso. Quería dejar claro, para tranquilidad de las víctimas, que la democracia había derrotado a ETA y le irritaban los infundios de la derecha radical sobre inexistentes concesiones a los terroristas.

Los hechos han confirmado su tesis. Pero ese final no fue casual: hubo detrás mucha inteligencia política. Rubalcaba empezó a implicarse en la lucha antiterrorista en 1997 cuando Joaquín Almunia, secretario general del PSOE, le encargó la interlocución con el Gobierno de José María Aznar, con el que colaboró lealmente en el proceso dialogado entre 1998 y 1999. Al romperlo ETA, jugó un papel fundamental en la génesis del Pacto Antiterrorista y en la aprobación de la Ley de Partidos, que ilegalizó a Batasuna en 2003.

Un año después, el presidente José Luis Rodríguez Zapatero le encargó dirigir el nuevo proceso dialogado con ETA. Rubalcaba pensaba que para afrontar con éxito un terrorismo como el etarra, con arraigo social, no bastaba con dirigir hábilmente unas fuerzas de seguridad bien adiestradas,

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