EL SUFRIMIENTO tiene una finalidad, pero debe tener también un final. Que el dolor psíquico y el sufrimiento caminen de la mano es una necesidad temporal, pero el primero no tiene por qué implicar siempre el segundo. Cuando algo malo nos sucede, es necesario “sufrirlo”, llorarlo, expresarlo.

Las personas no existimos de manera aislada. Nos suceden cosas. El entorno nos afecta, constantemente.

La alegría, la felicidad y el bienestar, como el sufrimiento, el malestar y la amargura, no son efecto del hecho aislado que sucede: son efecto de nuestra forma de manejar las cosas que nos ocurren. De cómo integramos los acontecimientos en nuestra vida.

Podemos padecer, ser pasivos ante lo que nos pasa, pero también podemos ejercer nuestra capacidad de acción ante el entorno, pues del mismo modo que lo que nos rodea nos afecta, nosotros afectamos a lo que nos rodea y definimos nuestra relación con ello. En estas situaciones hay elementos que aportan la posibilidad de compartir, porque el dolor es soledad.

Es la soledad radical.

No se puede definir…, “es como mil agujas juntas en mi piel”, “es como un clavo en mi cabeza”, “es como si se me rompiera algo por dentro”, “es como…”. Del mismo modo, la intensidad solo puede medirse en referencia a uno mismo, “antes me dolía diez y ahora me duele siete”, pero no podemos cuantificar el dolor ajeno ni esperar que entiendan del todo el nuestro.

No es necesario ni conveniente convertirse en alguien que solo sufre, porque esto limita la visión del futuro

La forma más eficaz de disminuir la angustia cuando nos enfrentamos a la soledad del dolor es compartirla. Y el mejor alivio, el acompañamiento, el acogimiento y la comprensión. Pero pasada la fase aguda del dolor, volvemos a estar solos ante él.

El dolor emocional nos invita a ser creativos, porque nos obliga a enfrentarnos a nuestra soledad, aprender a aceptarla y convivir con ella. El dolor nos ayuda a valorar el bienestar, la felicidad,

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