La presidenta de la Alianza Europea de Asociaciones de Pacientes de la Migraña y Cefaleas (Aepac), Elena Ruiz de la Torre, tenía 12 años cuando le asaltó la migraña por primera vez. «Recuerdo que no podía moverme de la cama. Mi madre, que también sufre migraña, entró a verme, dijo: ¡Oh, no, por favor!’ y se fue. Ese día no la entendí, hoy la entiendo perfectamente», relata ahora que tiene hijos y nietos. El viaje ha sido duro desde entonces. Aparte del sufrimiento físico, la migraña roba momentos únicos de la vida –»yo he dejado de ir a bodas de amigos cercanos por no poderme levantar, y la crisis puede llegar el mismo día que vienen a verme mis hijos, que ya no viven en casa»–. También merma la eficiencia en el trabajo, incluso llega a hacer que uno pierda el empleo, y provoca un estigma social que nace de la incomprensión que reina en el entorno, lo que lleva a algunas personas a ocultar una enfermedad que puede convertirse en crónica y discapacitante.

Ruiz no acudió a un especialista hasta que tuvo 21 años; el origen de la experiencia estaba claro, dados sus antecedentes familiares. No siempre es tan sencillo saber qué sucede en la cabeza: según el Atlas de la migraña en España de 2018, promovido por la Asociación Española de Migraña y Cefalea, el retraso en el diagnóstico de la migraña es de 6,4 años de media para las episódicas y de 7,3 en los casos de las crónicas, que se caracterizan porque el martirio aparece 15 días o más al mes.

Además, la comprensión científica de la migraña es limitada y los enfermos consideran insuficiente la información que reciben en el momento del diagnóstico (un 60% de los pacientes crónicos encuestados y alrededor del 45% de los episódicos así lo interpretan). «Hay que encontrar un especialista que sepa del tema, que conozca bien el problema y que te dedique tiempo y atención. Si no te convence el que te ha tocado, hay que cambiar, sin duda», recomienda Ruiz.

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