Al igual que el cambio climático nos enseña que existen bienes comunes globales que trazan el inevitable camino de la interdependencia, el exótico y amenazante coronavirus nos muestra la otra cara de la moneda: la histeria también se propaga. Las reacciones a la infección han tenido el mismo impacto global que la posverdad, y preferimos dejarnos llevar por la pura emocionalidad antes que por el juicio racional. Hasta la fecha, nada indica que no tengamos las herramientas suficientes para prevenir y contener una enfermedad que está generando un miedo desproporcionado en relación con su impacto real.

Quizás la pandemia, al cabo, sea la perfecta metáfora de nuestro tiempo: una enfermedad epidémica que ocurre simultáneamente en muchos países. Lo vimos con la ira y sus movilizaciones transfronterizas, en la similitud de los levantamientos contra el sistema y también en las banderas hongkonesas ondeadas en Cataluña, en los chalecos amarillos de nuestros agricultores patrios o en el baile viral de las feministas chilenas. Pero quizás la pandemia que se propaga con más nitidez es esa descomposición trumpiana que ha llegado al corazón de Europa, tal vez para quedarse. Trump marca una tendencia nueva, como lo hizo Reagan en su día: al principio escandaliza, para extenderse después como una mecha hasta normalizarse.

Los tories se han rendido mayoritariamente al trumpismo, emulando a sus homólogos norteamericanos, una batalla que se libra aún en la CDU alemana, donde Merkel se ha impuesto al precio de sacrificar a su delfina, sin que sepamos cuánto tiempo podrá contener el virus. El dilema conservador está en aceptar o no la convivencia con la ultraderecha, una espita que ya se ha abierto en el partido democristiano europeo con mayor capacidad de irradiación. Lo que allí pase afectará a lo que ocurra aquí, pues la misma guerra se libra hoy en nuestro Partido Popular: en Europa, con la evidente rivalidad entre González Pons y Dolors Montserrat, la candidata de Casado, pero también en las inminentes elecciones autonómicas de Galicia, País Vasco y Cataluña.

A veces, inclinarse hacia una dirección u otra trae consecuencias para una década.

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