Hoy es día de fiesta en el Centro de Tratamiento de Ébola (CTE) de Katwa, en el noreste de la República Democrática del Congo. De las 36 personas que lo ocupan, nada menos que cinco se van, ya curados. La tasa de mortalidad en estos centros ronda el 40%, en un país en el que el virus ha matado ya a 1.500 personas. Más de la mitad logran sobrevivir gracias a los tratamientos experimentales, los cuidados y al hecho de que muchos han sido vacunados. La hora de salida es a las dos de la tarde, pero desde las diez tienen sus maletas hechas y aguardan en la zona de tránsito. Impacientes, radiantes, llenos de vida. Todos menos una. Kahambu Kanjinji no levanta los ojos del suelo. Está sanada, libre del virus, pero en el camino se quedó su hijo de año y medio, la persona que la contagió y a la que ella cuidó hasta el último suspiro.

Kahambu Kanjinji ha sobrevivido al ébola, pero ha perdido a su hijo de año y medio.Kahambu Kanjinji ha sobrevivido al ébola, pero ha perdido a su hijo de año y medio. J. N.

Habla en voz muy baja, apenas un susurro. La muerte del pequeño le ha dejado una herida muy profunda. “Me vacunaron cuando mi hijo murió, pero enseguida comencé a sentir frío”, recuerda. Fue hace dos semanas. La ingresaron en el CTE y tras unos días muy malos comenzó a recuperarse. Su marido y su suegra venían a verla a través de una ventana de plástico, pero ni así conseguían levantarle el ánimo. Otros pacientes ya sanados, contratados como cuidadores por la ONG Alima, que gestiona el centro, porque no se pueden infectar, intentaban sacarle una sonrisa. Pero ni por esas. Volver a casa sin su hijo le abre las entrañas.

Junto a ella, el joven de 20 años Muhindo Seseka Heritier no puede ocultar su felicidad. El pasado 4 de junio comenzó a sentir un terrible dolor de cabeza. Había estado en el hospital acompañando a un amigo y en la misma habitación falleció una mujer, pero no sospechó del ébola hasta que el analgésico que tomó durante seis días no le hizo ningún efecto.

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