¿Se imaginan un país en el que, tras una catástrofe como un terremoto o un tsunami, con miles de muertos, en los medios de comunicación no hubiese ni una sola imagen del desastre? Esta es, sin duda, una de las consecuencias de plantear como una guerra una crisis epidémica.

La declaración de pandemia provocada por la extensión del COVID–19 se ha visto acompañada de un notable uso del lenguaje bélico.

El control de la epidemia se ha presentado como un obligado combate entre un involuntario ejército, la humanidad, y un ejército invasor, un coronavirus. Un enemigo que ha sido construido al ritmo en el que los principales efectos de la enfermedad se hacían presentes en la vida cotidiana. Un adversario contra el que se pide sacrificios y se plantea una lucha sin tregua para la que, incluso, hemos designado a nuestros héroes. Sin embargo, como en tantas otras guerras, la valentía y la virtud de la lucha no conocen el coste humano del conflicto. Más allá de las cifras que diariamente se presentan, en los medios de comunicación no hay muertos. No hay enfermos. No hay duelo.

Las televisiones dan voz a los testimonios de sanitarios, muestran enfermos recuperados e insisten en la creatividad lúdica de los balcones. Sin embargo, los caídos han desaparecido.

Una ausencia que puede responder a diversos motivos. Desde el valor informativo que los medios consideran que pueden tener, qué aportan a las noticias sobre la epidemia, hasta la relación de las mismas con la atribución de responsabilidades a los gobiernos implicados (accountability).

Los caídos en tiempos de guerra

Los estados en guerra, sobre todo a partir de la I Guerra Mundial, aplican a su comunicación lo que se conoce como propaganda. Un modelo integral en el que todo queda bajo el control de las autoridades. Qué comunicar y cómo comunicarlo, con plena uniformidad. Por supuesto,

 » Leer más