En Nueva Delhi, las mascarillas son tendencia desde hace años. A la capital india le llaman la «cámara de gas». Si la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda mantener los niveles de contaminación por debajo de 40 (microgramos por centímetro cúbico) para preservar la salud de las personas, en invierno, los valores de dióxido de nitrógeno, hollines y humos alcanzan allí una media de 400. Pero pueden superan fácilmente los 900. El 50% de los niños tiene los pulmones afectados y 1,2 millones de ciudadanos fallecen envenenados cada año. Como en la epopeya de Moisés en el Mar Rojo, el confinamiento ha abierto estos días los cielos emponzoñados que procuran una muerte lenta a sus habitantes para dejar paso a una atmósfera limpia y a un techo de un azul intenso. «Ahora, de repente, gracias al coronavirus podemos respirar. En sánscrito diríamos que este virus es un ‘vishvagurú’, un maestro universal. Las dificultades, las desgracias vienen para enseñarnos una lección y la experiencia más fuerte de globalización es ésta. Nunca un fenómeno afectó a tantos países. Es un claro aviso de que tenemos que cambiar radicalmente nuestro modo de vida. No podemos seguir en una economía que sigue la lógica de la célula cancerígena de crecer y crecer de manera ilimitada y sin sentido».

La lectura corresponde al filósofo y filólogo sánscrito Óscar Pujol (Tarragona, 1959). En otoño retomó las riendas del Instituto Cervantes de Nueva Delhi, que él mismo fundó, tras capitanear la misma entidad en Río de Janeiro y Fez. Y allí comprueba a diario el milagro celeste que obra el Covid-19. «Es una paradoja que teniendo tantos recursos tecnológicos para producir comida y bienes esenciales, lo que nos permite vivir de forma confortable trabajando menos, estemos todos haciendo jornadas laborales larguísimas, siempre angustiados e irritados. Hoy», recuerda, «las adicciones y la depresión son enfermedades globales». Pujol toma altura para proporcionar respuestas a esta dinámica depredadora.

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