El santo patrono de Venezuela es el doctor José Gregorio Hernández, médico muerto trágicamente en 1919, arrollado por el único taxi que por entonces circulaba en el villorrio que era entonces Caracas.

Su reputación de santidad se acendró en los días de la gran gripe española que asoló el país luego de la Primera Guerra Mundial. Aunque el “médico de los pobres” murió hace ya un siglo, su canonización ha resultado hasta ahora sumamente problemática.

Hasta la semana pasada, el Vaticano lo ninguneaba inflexiblemente, de un modo irritante para los compatriotas del doctor Hernández. Roma lo halló siempre apenas “venerable”, receloso quizá de verlo en los altares del sincretismo afrocaribeño, junto a María Lionza, una deidad aborigen que vaga por los bosques lluviosos del oeste venezolano, noctámbula, desnuda y a horcajadas en un tapir o danta, simpático perisodáctilo amazónico en peligro de extinción.

Junto a ellos en apretado diapasón, Don Juan del Dinero, San Onofre, San Cayetano San Judas Tadeo, Changó, Ochún y Obatalá.

Ya en 1908, el doctor Hernández fue juzgado insuficiente por la congregación de monjes cartujos de Lucca, en Italia, a la que ingresó como mero postulante a la excepcional edad de 45 años. Había dejado la práctica médica y su cátedra en la Universidad Central de Venezuela para abrazar la vida religiosa. Pocos meses más tarde, sin embargo, los cartujos le mostraron los portones del convento: la vida monacal no es para todo el mundo, le dijeron. Al parecer, el postulante se quejaba del frío y de la comida. Pese a este revés, Hernández intentó luego ordenarse sacerdote en Roma, también fallidamente.

El hermano Marcelo – nombre que le dieron a su paso por la cartuja− hubo de regresar a Caracas donde adoptó como hábito el terno oscuro y el sombrero fedora con que lo muestran millones de estampitas piadosas y la estatuaria ingenua de sus devotos.

Jamás retornó a la Facultad de Medicina en la que, ya a fines del siglo XIX, en un tiempo en el que Louis Pasteur era todavía recusado por la ciencia,

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