“Son aparapitas y llevan años haciendo esto aquí en La Paz. Ahora ya quedan menos, pero todavía hay”. Contesta por él la señora, esa que ha estado guiándole toda la mañana entre los puestos del mercado de la Rodríguez. El chico no dice nada, calla incómodo y mira al suelo. No tendrá más de 20 años; la cuerda enrollada sobre el mono verde, la capucha, la gorra y el flequillo, capas superpuestas e infranqueables entre él y el mundo. Sobre la espalda, el saco abultado tras la mañana de compras. Tras la explicación, la señora se despide también por él y la pareja prosigue a trompicones su camino entre el laberinto tumultuoso de tenderetes.

La Paz está hecha de mercados, la mayoría de ellos trepan por sus laderas entre callejuelas angostas y empinadas, hechas de adoquines, restos de verduras y aglomeraciones. Hay muchos tramos en que el camino se vuelve impracticable para cualquier vehículo, es ahí donde empieza, hoy como hace décadas, el trabajo de los aparapitas. Este vocablo es aymara y puede traducirse como “el que carga”. Sobre todo, cargan: sacos de patatas, canastas de fruta y verdura, cestas rebosantes de pescados del Titicaca, flores, fardos de ropa que en ocasiones duplican su tamaño, carros de licores, muebles, electrodomésticos…

Víctimas de la deslocalización minera y la migración rural

Benigno Paredes dice que cobra dos bolivianos por viaje (unos 25 céntimos de euro). Un día de suerte logra hacer unos 50 portes y en cada uno de ellos transporta 50, 60, 70 kilos de mercancía. La mayoría son por encargo de las indígenas aymara propietarias de los puestos de la Rodríguez. Benigno, 58 años, no más de 60 kilos, rodillas y espaldas siempre doloridas, nació cerca de la población de Achacachi, en pleno Altiplano, aunque tuvo que mudarse a El Alto por la falta de trabajo. Él, como muchos aparapitas de su edad, debe su oficio a la relocalización minera de 1985, que tras la caída drástica del precio del estaño cerró gran parte de las explotaciones del país y dejó sin trabajo a más de 30.000 mineros.

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