Como estrategia para combatir el cáncer, la inmunoterapia era —y es— el plan perfecto para los oncólogos: estimular las defensas del propio organismo para que identifiquen las células tumorales y las ataquen. Menos agresiva que la quimioterapia, más dirigida al foco tumoral y con un potencial de efecto memoria, estos tratamientos han mejorado la supervivencia en tumores de muy mal pronóstico y se han convertido en una de las grandes revoluciones de la década en la lucha contra el cáncer. Tanto, que su evolución ha arrollado a la comunidad científica, que a duras penas es capaz de seguir el vertiginoso ritmo de este fenómeno en la práctica clínica. Los médicos ya tienen pacientes que viven y se medican más tiempo de lo estudiado en los ensayos, algunos enfermos desarrollan efectos secundarios inesperados y los oncólogos aún no pueden responder a por qué la inmunoterapia funciona en algunas personas y en otras no. Los expertos coinciden en que estos tratamientos “han venido para quedarse”, pero todavía falta camino por recorrer: solo llega 25% de los tumores.

El plan perfecto contra el cáncer llevaba años cocinándose, pero algo fallaba. Como si de un coche se tratase, por muchos caballos de potencia que los investigadores añadían al sistema inmune para hacerlo más fuerte, la respuesta era siempre insuficiente. En los noventa, James P. Allison y Tasuku Honjo —ganadores del Premio Nobel y padres de la inmunoterapia— dieron una vuelta de tuerca a ese plan perfecto y comenzaron a probar que, para reactivar el sistema inmune, más que reforzarlo había que levantarle el freno. Honjo descubrió unas moléculas (PD-1) pegadas a las células tumorales, que hacían de muro de contención sobre el sistema inmune. Allison, por su parte, encontró también otras trabas, las proteínas CTLA-4, y desarrolló un anticuerpo que podía unirse a ella y bloquear su función de freno del sistema inmune. Hicieron falta casi dos décadas para perfeccionar ese concepto y alumbrar en 2011 la primera inmunoterapia, el ipilimumab, contra el melanoma metastásico. La supervivencia pasó de seis meses a contarse por años.

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