Si la historia de Mafalda te ha hecho pensar y tú también quieres ayudar a esta causa para cambiar el mundo

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Elizabeth Taylor tenía, probablemente, la mirada más arrebatadora del Hollywood de los años 60 porque era mutante. Lyz nació con una extraña condición genética, dos hileras de pestañas en cada ojo que conseguían subrayar con más fuerza aquel lapislázuli que le venía también de serie. Lyz era guapa porque era distinta, como somos todos. Esas pecas que salpican los rostros de modelos imposibles, ese pelirrojo que te rompe el Instagram o esa tremenda nariz picassiana no son más que ejemplos de mutaciones que retocan los esquemas genéticos para aportar diversidad y belleza en la diferencia. Todos somos bellos porque todos somos mutantes.

La suerte de Lyz fue la de nacer en Londres y que aquella mutación no tuviera mayor trascendencia que la de potenciar el perfil de su mirada. Sin embargo, Jeremía, un precioso bebé con albinismo, nació en Malaui con una mutación en el gen OCA2 que, además de producirle serios problemas de piel y de visión, le ha regalado la marginación y el estigma de la diferencia. Jeremía nació allí donde se comercia con partes de su cuerpo para hacer pociones mágicas. Su piel les mata y, encima, tiene precio en el mercado negro.

Esa suerte ingobernable de nacer donde no eliges y con los ojos o la piel que te regala el destino también da un respiro, muy de vez en cuando, a los más débiles. Jeremía se cruzó con Mafalda Soto (Orense, 1982) en el momento adecuado, con tan solo tres semanas de vida y cuando las quemaduras de su piel albina eran todavía reversibles. “A su madre soltera nunca le habían dicho qué era el albinismo, por qué su hijo era blanco. A medida que le íbamos contando cómo abordarlo, cómo cuidarlo, lloraba desconsolada por un sentimiento de culpabilidad”, nos explica durante la entrevista.

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