LEONEL: Tengo el hábito de contar los sueños a la gente con la que sueño. No tienen que ser personas cercanas, no cercanas en un sentido íntimo. El último sueño que conté fue hace una semana. Soñé que a un compañero de mi máster lo enculaba un vecino mío. Mi compañero de máster sólo comparte conmigo la cercanía de su mesa, pero aun así se lo conté, y a él le gustó escucharlo. También se lo conté a mi vecino y amigo, el enculador de mi compañero, quien también gozó mucho de la narración. Yo también aparecía en el sueño aquel: abría una puerta, me los encontraba a los dos en faena y mi compañero de clase me invitaba a sumarme al coito, invitación que rechacé porque estaba perezosa.

En ese sentido, pues, te escribo. Un sentido que no tengo definido, pero que creo que responde a un deseo de perpetuación de lo soñado. No responde, eso seguro, a nada freudiano. Soy de la opinión de que los sueños son potentes en tanto que inexplicados, en tanto que contenedores de sí mismos y no de ninguna racionalidad.

Estamos en un pueblo de la costa de Granada tú, yo y mi marido, que no es mi marido real sino mi primer novio, Mario, aunque en el sueño le llamo por el nombre de mi marido, Javi. Es Javi pero con la apariencia de Mario. Tú sí eres tú, al menos eres tal y como te recuerdo, y te llamas tal y como te llamas en la realidad. Como es verano y hace calor, estamos yo en bragas y vosotros en calzoncillos en el salón de la casa. Hacemos de comer, bebemos unas cervezas, charlamos. El sueño, como si fuera una cámara, enfoca mis tetas pero nunca frontalmente. Busca su perfil mientras ando de acá para allá. Tú tienes perilla y una sonrisa beatífica, se te ve a gusto. El sueño es fiel a las espaldas cargadas que tenía Mario, pero le añade unas gafas de sol Ray-Ban de cristales verdes (mis gafas de sol en la realidad).

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