La salud se ha convertido en la más reciente disputa política en México. El inicio de operaciones del Instituto Nacional de Salud para el Bienestar (Insabi), la gran apuesta de la Administración de Andrés Manuel López Obrador para combatir los rezagos en la atención médica, ha desatado críticas por las dudas sobre su viabilidad técnica y por la ausencia de reglas de operación y legislación secundaria. El Insabi sustituyó al Seguro Popular, creado en el Gobierno de Vicente Fox (2000-2006) y continuado en dos sexenios siguientes para dar cobertura a 69 millones de mexicanos sin seguridad social. El Gobierno de Morena defiende que el Seguro Popular era campo fértil para la corrupción y los abusos contra la población más vulnerable, pero seis exsecretarios de Salud han censurado la puesta en marcha del Insabi, que deja en la incertidumbre a sus beneficiarios. Seis gobernadores de oposición se han negado a implementar el nuevo instituto en sus Estados.

En México, el acceso a la salud es un privilegio. El país tiene apenas 1,7 médicos por cada 1.000 habitantes, muy por debajo de los 3,2 que recomienda la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). El presupuesto sanitario ronda el 5% del PIB, también lejos del 9% que gastan en promedio los miembros de la OCDE. Existen también grandes diferencias regionales, agravadas por la centralización de recursos y especialistas. 

Las desigualdades entre la población asegurada y la que no tiene seguridad social son palpables. En un país con más de la mitad de los trabajadores en la informalidad, la brecha de atención entre un miembro de las Fuerzas Armadas y una persona sin cobertura es casi tres veces mayor, según datos oficiales. La población rural tiene un acceso a la salud similar a la de países africanos y asiáticos pobres. «Los obstáculos financieros, técnicos y políticos son enormes», advierte Laura Flamand, investigadora del Colegio de México.

Ese fue el contexto que dio lugar al Seguro Popular en 2003.

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