“¿Cómo podría dejar de conducir, virus o no virus? ¿Quién paga el taxi, si no conduzco? Soy el taxista, pues claro que tengo que pagar el coche. Y para eso tengo que salir a buscar carreras, Es algo que decido yo, nadie me lo impone. Pero tengo que hacerlo, si no, el coche no se paga solo. Aunque no hay nadie por la calle. Ahora he tenido suerte, he cogido a dos personas. Si no, ya me habría marchado a casa. Claro que tengo miedo de contagiarme, pero ¿quién paga el taxi, si no conduzco?”

Zhaofan, de 48 años, lleva una decena recorriendo las calles con su taxi, y asegura que nunca las ha visto tan vacías. O no durante tanto tiempo. Ya han transcurrido dos semanas desde que China paró máquinas por un prolongado Año Nuevo lunar para evitar la propagación de la epidemia de neumonía causada el nuevo coronavirus. Los infectados ya superan los 37.000, y las víctimas mortales, los 800. No se atisba aún el principio del fin de la crisis, y varias grandes ciudades, como Shanghái o Cantón, han pedido que el regreso al puesto físico de trabajo, previsto para la mayoría del país a partir del lunes, sea tan gradual que llegue incluso hasta marzo.

En esta situación de mínimos tan peculiar, en la que la cuarentena más o menos explícita hace que pocos quieran o puedan estar en la calle, son los repartidores, los taxistas o los dependientes de las tiendas de comestibles -el sector de la población que oficialmente se conoce con el poco eufemístico término de “diduan renkou” o el «grupo más bajo de la sociedad»- los que mantienen el sistema en funcionamiento, en su mayoría inmigrantes rurales. Son también, sector médico aparte, los más vulnerables: a ver drásticamente reducidos sus ingresos o incluso perder el trabajo; al contagio, por su interacción diaria con desconocidos; y a la desconfianza y temor a una infección que suscitan entre sus propios clientes.

Zhaofan se cambia regularmente de mascarilla.

 » Más información en elpais.es