Nuestras nociones sobre la anatomía humana, en cierto modo, están basadas en una gran mentira. Y es que, como todos sabemos, cada persona es diferente; así, nuestras ideas, en cierto modo platónicas, sobre la forma que tiene tal o cual parte del cuerpo humano están basadas en realidad en una media de muchos cuerpos, más que en un caso real.

Esto no quiere decir que esas estandarizaciones no sean muy aproximadas a la realidad de la mayoría de las personas, ni que no sean muy útiles a la hora de enseñar y comprender el funcionamiento y la forma del cuerpo.

Con todo, y aunque como decimos todos tenemos pequeñas variaciones respecto a los modelos anatómicos, sí hay casos en los que estas desviaciones se vuelven más notables. Cuando esto sucede, en términos médicos hablamos de deformidad o dimorfismo.

La palabra deformidad está rodeada de tabúes en el lenguaje coloquial, ya que en el contexto coloquial se emplea para referirnos a dimorfismos normalmente muy visibles externamente y con cierta connotación negativa. Pero este no tiene por qué ser el caso; muchas deformidades (en el sentido técnico de la palabra) se dan en partes del cuerpo que no se ven.

Además, hay que señalar que las deformidades no implican necesariamente que la parte afectada del cuerpo no funcione tal y como debería.

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