Bajo un letrero que en el que se lee “de la granja la mesa”, una manzana verde, ecológica, brillante y reluciente asoma en el mercado de la Estación Central de Nueva York. Cuesta dos euros. Una manzana. Una. Casi al lado, en cualquier local de comida rápida, pueden vender pechuga de pollo frita, con puré de patatas, un panecillo, una galleta y un refresco por cinco euros. El almuerzo resuelto. Estos son dos extremos con los que se encuentra para alimentarse una familia de Estados Unidos, el país con la tasa de obesidad más alta del mundo, un 38,2% de los adultos. Un porcentaje que además aspira a aumentar, según estima la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Y como en otras cuestiones, el mundo sigue los pasos del gigante y con ello los problemas cardiovasculares, la diabetes, el colesterol o hasta cáncer. “El reto ya no sólo es el hambre. Ésta está circunscrita a zonas de conflicto, a sequías prolongadas o en población de bajo ingreso. Pero la gran mayoría de la gente se enfrenta al comer mal. Mala calidad de la comida, mucha azúcar, mucha sal, grasas por todos lados que nos llevan a esa epidemia de obesidad”, declara José Graziano da Silva, director general de la Agencia de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación desde su sede en Nueva York.

Los datos evidencian el desequilibrio. Por un lado, se tira un tercio de los alimentos producidos en el mundo; y por otro, los alimentos ultraprocesados, con ingentes cantidades de azúcar, sal y grasas saturadas que suelen ser más fáciles de comprar, de preparar y más baratos, se globalizan, y en los sitios más empobrecidos calan hasta convertir a la población desnutrida en obesa. Graziano ve la ecuación con claridad: “Siempre trabajamos con la idea de que hay que aumentar la producción, pero ya producimos demasiado, botamos un tercio. No solo hay que generar más productos, hay que hacerlos con más calidad. El tema de la cantidad abre la oportunidad para la calidad de la alimentación”,

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