Desde que se inició la pandemia de la Covid-19 se están buscando «desesperadamente», y a contrarreloj, no solo una vacuna eficaz contra el SARS-CoV-2, sino también medicamentos que permitan vencer al virus. O en su defecto, reducir la mortalidad o la sintomatología que acompaña a esta infección. Entre estos fármacos, se encuentran los derivados de la quinina (cloroquina e hidroxicloroquina), que han generado una gran controversia después de que varios jefes de Estado hayan recomendado, sin un justificado criterio clínico, su uso masivo. Entre ellos, Donald Trump.

El presidente de Estados Unidos anunció el pasado 19 de mayo que había tomado durante dos semanas hidroxicloroquina, de la que había oído «muchas cosas buenas». Su justificación: que «no tiene nada que perder».

Por su parte, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, insiste en recomendar que la población brasileña consuma hidroxicloroquina, incluso ante la presencia de síntomas leves de la infección. Esta decisión ha supuesto la renuncia de dos ministros de Sanidad en menos de un mes: Henrique Mandetta, en abril, y Nelson Teich, hace una semana. Ambos se negaron a incluir dicho medicamento en los protocolos del tratamiento de la Covid-19, preocupados por sus riesgos contra la salud.

Pero, ¿qué son estos fármacos y de dónde proceden?

Para entender la historia de estos fármacos tenemos que remontarnos al siglo XVII. Fue a principios de este siglo cuando la cuarta mujer del conde de Chinchón, Ana de Osorio, enfermó de malaria al poco tiempo de llegar a Lima, en Perú. El gobernador de la ciudad se había tratado hacía poco tiempo, por lo que ofreció la corteza del árbol de la quina a la condesa.

De esta manera, se cree que fue ella, junto con su médico, el doctor Juan de Vega, los que trajeron la corteza de este árbol a Europa. La condesa sanó «milagrosamente», y en agradecimiento extendió el remedio antipalúdico a todos los menesterosos y enfermos,

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