El convoy del personal que lucha contra el ébola, integrado por unos 15 vehículos, circula a toda velocidad por la pista de tierra que conduce a Aloya, un pequeño pueblo en el noreste de la República Democrática del Congo (RDC) que se ha convertido en un importante foco de la epidemia. A ambos lados se alternan la espesa vegetación del bosque con campos de cultivo, palmeras y plataneras. “Cuanto más temprano vayas mejor”, afirma un responsable de seguridad el día anterior, “así habrá menos posibilidades de que estén borrachos”. Se refiere a los chavales que forman parte del grupo rebelde mai-mai, que de facto controlan los caminos secundarios de la zona, montan sus propios controles y exigen dinero a cambio de dejar pasar.

Los equipos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de las agencias y organizaciones sociales que trabajan para combatir esta epidemia, que ya supera los 2.500 casos y los 1.650 fallecidos, se ven obligados a trabajar en zonas controladas por los rebeldes. “Allí el Gobierno no manda”, asegura una jefe de equipo, “pero con los mai-mai se puede negociar. Lo mejor es llevar algo de dinero encima. Lo que no les gusta es que vayas con la Policía o el Ejército”. A la OMS le cuesta reconocerlo de manera oficial, pero si no quiere perder de vista a los contactos de las personas enfermas no tiene más remedio que aceptar el chantaje.

A la entrada de Aloya, un pueblo que se recuesta contra el verdor intenso del bosque congoleño, acaban de abrir un puesto avanzado. El ébola está aquí muy presente. En las últimas dos semanas hubo 64 casos y hay que seguir a diario a 2.000 contactos para detectar si desarrollan los síntomas, un trabajo de una dimensión impresionante. Más de 400 personas trabajan en la respuesta y suben y bajan por las empinadas pistas de tierra de Aloya en busca de familiares y amigos de los contagiados. Por los alrededores se esconden los chicos malos con sus AK47, sus amuletos y sus ritos de iniciación.

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