El día que me dijeron que tenían que extirparme un pecho estrenaba un vestido azul. Me habían quitado un bultito, en apariencia sin importancia, pero luego me llamaron del hospital para adelantarme la cita. Fui con mi madre y mi primo. Ya nos temíamos lo peor. Recuerdo perfectamente el momento en que el doctor lo anunció: di una patada a la mesa y pensé en mis biquinis, tan pequeños, ¿me los podría volver a poner? Claro que pensé en mi vida, pero también en mi cuerpo y el modo en que acostumbraba a adornarlo. Era 1994 y tenía 28 años.

Desde entonces, vivo con un pecho menos. No por ningún tipo de resistencia o convicción de que las mujeres somos algo más que eso –que lo somos–, sino porque con la radioterapia me estropearon tanto la piel que para reconstruirlo me tenían que operar otras tres veces y nadie sabía cómo quedaría. Me tenían que quitar la piel del muslo… Me negué: no me compensaba. Mi madre acabó tirando el vestido azul, decía que daba mala suerte.

Hasta mi primera mastectomía, la relación con mi cuerpo había sido muy buena. Me gustaba mi figura. Me gustaba vestir sexy. Y, de repente, ese verano me vi en la playa con un bañador con prótesis, de tirante grueso, casi de cuello vuelto, ortopédico. Hay ropa específica para mujeres mastectomizadas, pero no suele ser muy bonita, y además resulta cara. Sin embargo, nunca rechacé un plan de playa por el hecho de verme así. Soy de naturaleza animada. Tampoco dejé de mirarme al espejo sin ropa después de la operación: me costó, pero me obligaba a hacerlo a diario, para familiarizarme con mi nuevo cuerpo. Tuvieron mucho que ver mi madre y mi hermana, mis grandes apoyos. Por aquel momento no existía Google, y nos dedicamos a visitar todos los laboratorios en búsqueda de la mejor prótesis, unas de quita y pon, de silicona, que meto dentro del sujetador –por cierto, también feísimo. Miraba mi antiguo armario y me echaba a llorar.

Me focalicé en las piernas: si no podía llevar escotes o camisetas sin sujetador,

 » Más información en elpais.es