El penúltimo debate sobre la capacidad infecciosa del virus SARS-CoV-2, que causa la actual enfermedad pandémica COVID-19, es su capacidad potencial para permanecer viable durante varias horas o incluso días en superficies rígidas, desde las cuales podría transmitirse.

La principal vía de transmisión directa de los coronavirus es a través de las diminutas gotitas de Flügge (mayores de 5 micras), expelidas al hablar, toser y estornudar, que no permanecen en el aire y se depositan inmediatamente en las superficies o en el suelo. A partir de ahí, de forma indirecta, el coronavirus puede transmitirse a través de las manos o de objetos recientemente contaminados.

La transmisión entre humanos de otros virus, como el gripal, también puede producirse a través de aerosoles de pequeño tamaño (por las gotículas de Wells, menores de 5 micras). Este mecanismo parece tener mucha menor implicación en la transmisión, salvo en ciertas circunstancias como en ambientes con una inadecuada ventilación.

Es importante recordar que para que el virus pueda actuar debe tener acceso a nuestro cuerpo a través de las mucosas, especialmente de las que están más expuestas al exterior (ojos, nariz y boca). El virus no tiene posibilidad alguna de atravesar la piel y de ahí el consejo de lavarse las manos continuamente dada nuestra imparable tendencia a tocarnos consciente o inconscientemente ojos, nariz y boca. Un hábito que, según indica un estudio, repetimos cada dos minutos y medio.

Ahora bien, si sabemos con toda seguridad que la transmisión es por vía aérea ¿qué ocurre cuando el virus procedente de un simple estornudo cae sobre una superficie más o menos dura que podemos tocar en cualquier momento?

Un artículo de correspondencia publicado el pasado 18 de marzo en la revista The New England Journal of Medicine intenta despejar las dudas.

La investigación se ha basado en la comparación del comportamiento en aerosoles y superficies rígidas del SARS-CoV-2 y del coronavirus humano más estrechamente relacionado,

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