Hace años, cuando el teléfono fijo de mi casa sonó después de la medianoche, supe que era mi padre para avisar de que mi madre, finalmente, había muerto. Sentí alivio: durante meses había esperado que su muerte no ocurriera mientras yo estaba con ella. Tuve templanza para su agonía, pero me horrorizaba ser testigo de esa metamorfosis bestial: no quería verla morir. En eso pensé cuando supe, semanas atrás, que el español Ángel Hernández había ayudado a su mujer, enferma de esclerosis múltiple durante treinta años, a suicidarse con fenobarbital: que estuvo obligado a ver morir. Hernández grabó un vídeo en el que registró todo: para que no quedaran dudas de la voluntad de su mujer; para denunciar el abandono en el que estaban (reclamaron durante años una residencia adecuada para ella, sin conseguirlo), y para traccionar el debate sobre la eutanasia. Al reportar la muerte, se autoinculpó y lo detuvieron. Después, ya en su casa, dio entrevistas en una sala repleta de rastros de la enfermedad: medicinas, sondas. Dijo, varias veces, “es muy doloroso, por la pérdida de María José y porque lo he tenido que hacer yo”. El horror anida en esa frase: “Lo he tenido que hacer yo”. ¿Cuál de todas las cosas que tuvo que hacer fue más horrible: pasar el día previo sabiendo que faltaban horas para quedarse solo; preparar el fenobarbital sin tener idea de la dosis necesaria para producir muerte indolora; decidir el momento irreversible en el que acercaría el sorbete a la boca; esperar, asegurarse: ver? Hernández estuvo a punto de ser juzgado por violencia de género. Días atrás, esa posibilidad fue desestimada. ¿Pero alguien juzgará a quienes durante años le negaron a su mujer el acceso a una residencia adecuada y lo enloquecieron con trámites inútiles arrojándolo a la banquina de la burocracia? Porque la violencia de Estado necesita del brazo ejecutor de mucha gente.

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