Talile va a dar a luz, pero no sonríe. “¡No quiero morir!” “Por favor, Dios… ¡que mi bebé nazca vivo!”, grita al viento con todas sus fuerzas mientras empuja y empuja con el apoyo de la comadrona en la sala de parto del Hospital General Rural de Gambo, en Etiopía.

Su respiración es agitada. Su mente no puede evitar revivir las imágenes de su madre, a quien nunca conoció, quien murió precisamente en el mismo momento en el que ella nació.

Aparece la cabeza. La comadrona le acaricia, mientras protege el perineo de la madre para evitar el desgarro. “¡Empuja! ¡Empuja!”

Con la siguiente contracción asoma la cabeza, que se desliza por el canal del parto. Con una hábil maniobra la comadrona rota el hombro y lo libera, apareciendo a continuación el resto del cuerpo. Toma entre sus dos manos el cuerpo, cálido, y lo coloca inmediatamente encima del vientre de la madre. Piel con piel.

Más del 99% de las muertes maternas y perinatales tienen lugar en países con escasos recursos económicos

Al instante, el llanto de la nueva vida inunda la habitación. Talile, ahora sí, sonríe y puede respirar aliviada: acaba de vencer a la muerte, la suya y la de su hija recién nacida.

El bebé todavía no tiene nombre. Su madre empezará a pensarlo ahora, ya que antes tenía demasiado miedo de que su hija naciese muerta o bien moriría en los primeros segundos de vida.

Un parto es uno de los hechos más cotidianos de la humanidad. Y la muerte de una madre en ese contexto es evitable en el 99% de los casos: se trata de una injusticia social. En países con elevados recursos económicos, se ha conseguido convertir el dar a luz en un acto seguro y con un riesgo mínimo de mortalidad materna y neonatal.

Sin embargo, en las zonas rurales de Etiopía, cada madre se juega la vida en el parto.

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