Es de noche en Agok, una aldea del interior de Sudán del Sur. Mientras Anisa, una niña de nueve años, duerme en una cama a ras de suelo, una cobra escupidora ha llegado a la choza al olor de los ratones, su plato favorito. En su búsqueda pasa junto a la pequeña, que se mueve inconscientemente en su sueño. El reptil se siente atacado y le propina un mordisco en la cara. La niña es ficticia, pero la escena sucede a diario en el mundo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que 2,7 millones de personas sufren cada año un ataque de serpiente venenosa, de las cuales mueren más de 100.000 y unas 400.000 quedan con graves secuelas.

El organismo internacional ha empezado a tomarse muy en serio este problema en los últimos años. En 2017 lo incluyó en la lista de enfermedades desatendidas, 20 dolencias que afectan a cientos de millones de personas, a menudo las más vulnerables, aquellas que no forman un mercado apetecible para la industria y que no son muy escuchadas por los políticos. A partir de ahí, la OMS se puso a trabajar en una hoja de ruta que condujese a reducir a la mitad los casos y las muertes por culpa de estos reptiles en 2030. Y esta misma semana ha presentado un documento preliminar para conseguirlo. Tiene cuatro objetivos estratégicos y para lograrlos harán falta casi 122 millones de euros.

Empoderar e involucrar a las comunidades

La mayoría de las mordeduras de serpientes se produce en zonas muy rurales y aisladas de África, Asia y Latinoamérica. “En estos lugares hay comunidades que están concienciadas con el problema, pero otras no tanto. Algunas no lo consideran una cuestión de salud, sino algo natural de lo que no se preocupan mucho”, explica David Williams, consultor de envenenamiento de serpientes para la OMS. “Se podrían evitar la mitad de los casos si los habitantes se pusieran calzado hasta los tobillos cuando trabajan en el campo o, en el caso de los niños,

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