NO PRONUNCIA la palabra arrepentimiento, pero cuando se le pregunta si volvería a emigrar, Abdeljabar, de 17 años, no esconde la desilusión por lo que encontró a su llegada y el anhelo de lo que dejó en Marruecos. “Ahora lo sé todo sobre España. No es como cuando éramos pequeños, con 14 años, que te mienten. Ya no”, afirma. Admite sentirse contento por haber cumplido algunos de sus objetivos y estar en proceso de alcanzar otros, pero el camino recorrido ha dejado un rastro de decepciones y vacíos. Sabe bien lo que es estar rodeado de gente y sentirse solo. “Si vives con tu familia, vas a estar mucho mejor, y aquí, por ejemplo…, si te enfadas, si lloras…, nadie te va a entender”, explica, en su habitación en el centro de acogida donde reside desde hace tres años.

Mar a través, poco más de 100 kilómetros separan Larache, la ciudad donde vivía con sus padres y sus hermanos, de Barbate (Cádiz), el lugar adonde arribó la patera en la que cruzó el Estrecho. Al menos, así lo cuenta él sin entrar en detalles. El viaje es una de esas puertas entornadas de su historia que se resiste a abrir. “Éramos como 15 personas. Pasamos frío y mis piernas no podían ni andar. Me quedé dos días en el bosque, sin comer, sin agua, debajo de un árbol”, relata. Era octubre de 2016, tenía 14 años y había emigrado junto con su amigo de la infancia, Khaled. Un relato en primera persona que podría ser colectivo. A finales de 2018 había 13.012 niños y niñas inscritos en el Registro de Menores Extranjeros no Acompañados en España, casi 9.000 de ellos marroquíes, y solo el año pasado, las llegadas por vía marítima aumentaron un 158%, de 2.345 a 6.063, según datos recogidos por Unicef.

La historia de Abdel —como le llama todo el mundo— no se entiende sin Khaled, al que califica de “hermano”. Se criaron y viajaron juntos y hoy comparten inquietudes desde la misma habitación.

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