Zhang Wenzhen está sentada en la acera, consultando su teléfono móvil de manera frenética. No hay nadie a su alrededor, excepto una docena de guardias de seguridad que al otro lado de la calle protegen la entrada al hospital Jinyintian. Este centro sanitario, especializado en enfermedades infecciosas, es uno de los más grandes de Wuhan. En su interior acoge estos días a una mayoría de las personas infectadas hasta la fecha con el coronavirus 2019-nCoV, cuya amenaza ha puesto a la ciudad china, de 11 millones de habitantes, en cuarentena. Los datos más recientes sitúan los casos en 18 muertos y 634 infectados. La madre de Zhang Wenzhen es una de ellos.

“Mi madre está ahí dentro, pero a mí no me dejan entrar”, explica Zhang mientras señala a los policías frente a ella. Las medidas de seguridad de la zona son muy estrictas. Todos los vehículos que se acercan al hospital son obligados a dar la vuelta, menos una furgoneta, de la que se apea un grupo de trabajadores sanitarios ataviados de pies a cabeza con un traje de protección blanco. Ante la visión de una cámara, uno de los agentes se acerca y exige borrar toda imagen bajo su atenta mirada. Nadie sabe con certeza qué sucede en el interior del edificio, ni siquiera los familiares de los enfermos. Las imágenes compartidas en redes sociales muestran pasillos abarrotados, gente desvaneciéndose, gritos y llantos. La OMS ha pedido a China una mayor transparencia en la gestión de la crisis sanitaria.

Zhang vive con sus padres y juntos llevaban una vida normal hasta que a principios de esta semana su madre cayó enferma. No le preocupa haber estado expuesta al virus porque “los jóvenes no nos contagiamos tan fácilmente, pero la gente mayor no puede resistir”: todos los fallecidos hasta la fecha han sido mayores de 70 años. En este momento, Zhang solamente ansía tener más información sobre el estado de salud de su madre. «Yo estaba trabajando y no sé qué ha pasado, debe haber empeorado si la han trasladado aquí».

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