“10. Todos los días les visitará el personal médico.”

Todos los días nos han visitado, en efecto, con medio rostro oculto tras incómodas mascarillas y el “¿alguna novedad?” en violenta pugna con el “buenos días” por la primogenitura. Y todos los días la misma respuesta reversible: “Buenos días, ninguna”. Ni rastro del indeseable mocoso, recién bautizado por Tedros como COVID-19, Corona de nombre y apellidos Virus Disease. La planta 22, la de los enfermos contagiosos, a estrenar. Y cinco pisos por debajo el mismo guion otra mañana más, la undécima en la que veo al sol desperezarse desde la ventana de mi habitación en el hospital militar Gómez Ulla. A continuación, termómetro, desayuno, lavabo, el ser y la nada, ya saben. Pero el tiempo restante va quedando arrinconado sin remedio en el calendario como en cualquier otro sitio: hoy ya es la penúltima jornada de cuarentena.

Con el famélico diario ya en los huesos de esta peculiar cotidianidad, desnudo excepto por el taparrabos de algún que otro regate de pluma, procedo a enumerar los elementos visibles en las zonas comunes en las que convivimos los 21 repatriados españoles. Para ello, seguiré una taxonomía inspirada en el Emporio celestial de conocimientos benévolos. Al fin y al cabo, a estas alturas es complicado discernir si venimos de China o nos ha inventado Borges.

Los cuerpos de la planta de aislamiento se clasifican en:

(a) Una niña a la que su madre persigue para cambiarle el pañal.

(b) Un papel en el que los internos han apuntado sus destinos, cada uno un punto distinto de la península, hacia donde saldrán despavoridos el jueves por la mañana.

(c) Equipaje. En su interior, los bienes personales –no más de 15 kilos– que los evacuados pudieron sacar de Wuhan. Las maletas se mueven por sí solas en giros súbitos, como los bólidos de Fórmula 1 en la vuelta de calentamiento.

 » Más información en elpais.es