Un termómetro en la axila y el carrito del desayuno en el pasillo. En la planta 17 del hospital militar Gómez Ulla cada día empieza igual que el anterior. Uno se lava la cara y se mira al espejo, preguntándose si la respuesta a una de las primeras preguntas del pensamiento humano –¿quién soy?– será “alguien interpretado por Bill Murray”. En el lavabo, el hallazgo resuena con la rotundidad de un credo filosófico de nueva cuña. Quizá sea él quien escribe estas líneas. Yo, por si acaso, no me responsabilizo de lo que en ellas se vierta. A partir de ahí la jornada avanza como si alguien hubiera dispuesto raíles en el tiempo: con un traqueteo ligeramente diferente a cada tramo pero siempre hacia adelante. Hasta que esta mañana, de improvisto, hemos divisado la luz al final del túnel, mucho más cerca de lo esperado. Poco ha faltado para que saltáramos del susto. “Salís el jueves”.
Por poner un poco de cordura, hablemos de la pela. El impacto del coronavirus no se paga solo en vidas sino también, aunque suponga una ignominia colocar ambas mercancías en una misma frase, en yuanes. La consultora Capital Economics anunciaba en un informe reciente que recortaba sus previsiones de crecimiento para la economía china en el primer trimestre del año de un 5 a un 3%. Este dato representa la mitad del obtenido en el último trimestre de 2019, el cual ya fue el más bajo en casi tres décadas. Aunque es de esperar que a lo largo del año repunte, se trataría del resultado más pobre en términos anuales –China no comenzó a publicar la variación trimestral hasta 1992– desde 1976. En aquel annus horribilis fallecieron Mao Zedong y Zhou Enlai –quien fuera su primer ministro y cuya muerte provocó una serie de protestas en Tiananmen– y tuvo lugar el terremoto de Tangshan, el cual según datos oficiales costó la vida a casi 250.000 personas.
Cierro el paréntesis económico y trazo aquí una línea divisoria, aprovechando la naturaleza personal de este diario.