Hace muchos años estuve al borde del abismo pero solo hace unos pocos que he visto el peligro. Tenía 25 agostos. Ya no era una niña, pero aún no del todo adulta de fachada para adentro. Empezaba en el oficio y un jefe de cuyo nombre me acordaré siempre aunque solo sea por eso me propuso, como halago, aparecer retratada en un reportaje de moda sobre chicas de talla grande. Él dijo “gorditas”, lo recuerdo con la misma exactitud que la herida que esa palabra produjo en mi autoestima. Me negué oprobiadísima, le mandé a salva sea la parte con la falta de respeto a los galones que solo se tolera en este gremio, y me puse a dieta esa misma tarde. Empezaba mi huida a ninguna parte. En casa decía que comía en el curro, en el curro decía que cenaba en casa, y ni comía ni cenaba en ningún sitio. Comencé a perder peso y a ganar autodominio. Me quedaba la ropa de miedo. Me cabían vaqueros que no me cabían ni en sueños. Me sentía poderosa negándome el pan, la sal y hasta el agua. Yo sabía, yo mandaba, yo controlaba. Me creí mis mentiras. Se me retiró la regla. Se me cayó el pelo. Se me marcó la calavera. Se me congeló el cuerpo y el ánimo. Me puse imposible. Hasta que dos colegas y aún así amigas llamaron a mi padre a mis espaldas y me hicieron entrar en vereda. Les retiré la palabra, las llamé traidoras, las odié a muerte. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.

El otro día fue tendencia un tuit de una revista afeándole a Scarlett Johansson una barriga que solo veían ellos. Da igual. Aunque la tuviera cual sandía. Nunca le digan a nadie gordo si no se lo pregunta. Unas 400.000 personas sufren algún trastorno de la conducta alimentaria en España. Enfermedades graves que no se sabe cómo empiezan ni cómo acaban. Nunca se sabe el efecto que una opinión no solicitada, por bienintencionada que sea, puede causar en los otros. Y cuando se sabe puede ser tarde para arrepentirse.

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