El miedo es parte de la respuesta defensiva de los animales ante una amenaza: maximiza la supervivencia del individuo y, por tanto, tiene una importante ventaja adaptativa. No es de extrañar que los circuitos del cerebro que median la respuesta de miedo estén muy conservados en el cerebro de todos los mamíferos (y otros vertebrados).

Una estructura clave en estos circuitos es la amígdala, un grupo de núcleos localizado en la cara interna del lóbulo temporal de nuestro cerebro y denominada así por su forma ovalada (amígdala viene de la palabra griega que significa «almendra»).

No hay duda de que la amenaza del COVID-19 ha activado nuestra amígdala. Sin embargo, nuestro comportamiento defensivo no ha evolucionado para responder a este tipo de amenazas. Estamos preparados para responder a predadores, fundamentalmente huyendo a refugiarnos o (si no hay más remedio) peleando, pero no para responder a virus. Para protegernos de amenazas como la del coronavirus la selección natural nos ha dotado de un buen sistema inmune, y no de comportamiento defensivo. Así que, aun siendo lo más normal del mundo tener miedo, nuestra amígdala no nos ayuda demasiado en esta situación.

Hay otra función muy importante de nuestra amígdala, además de activar nuestro comportamiento defensivo, y es detectar el miedo en los demás, fundamentalmente en la expresión facial. Somos una especie muy social y como en otras especies sociales el comportamiento de nuestros compañeros de grupo (familia, amigos, vecinos…) nos influye enormemente.

Detectar el miedo en los otros permite anticipar nuestra respuesta a la amenaza, así que es una habilidad positiva si la amenaza es un predador. Además, la respuesta defensiva es más eficaz si es llevada a cabo por todo el grupo, con lo que tenemos circuitos neurales especializados en copiar el comportamiento defensivo de nuestros congéneres (y en copiar el comportamiento en general, pero eso es materia de otro artículo).

De nuevo,

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