Entra un tipo en un estanco y pide un paquete de Kaiser Light. La estanquera le da uno que pone “fumar provoca impotencia”. El cliente mira el paquete, se lo devuelve a la estanquera y le dice: “No, no, mejor deme el que mata”. Si el lector no ha entendido este viejo chiste, es que ni fuma ni conoce a nadie que lo haga. Porque esos son los mensajes que los fumadores recibimos a diario de las autoridades sanitarias, uno distinto en cada paquete de un cartón. Fumar obstruye las arterias, daña los pulmones, provoca embolias e invalidez, arruina las muelas, causa cáncer y hasta se te caen los dedos de los pies, según las afectuosas etiquetas que nos vienen en los paquetes, acompañadas por unas fotos gore que, en otro contexto, abrirían los cielos en un diluvio de demandas por la dignidad y el buen gusto. Como fumador, apoyo con toda mi alma, o lo que tenga en su lugar, todas esas campañas contra un hábito estúpido que no solo acortará mi vida, sino que ya me la está empezando a amargar. Con el tabaco a muerte. Somos beligerantes.

Como ciudadano, sin embargo, empiezo a echar de menos una campaña equivalente sobre la porquería que sale de los tubos de escape directa hacia mi nariz y, de ahí, a los mismos órganos vitales que ya me ha estropeado el tabaco. Porque acabamos de saber que la contaminación del aire mata a más gente que el tabaco (nueve millones de muertes anuales por la contaminación, frente a siete millones por el tabaco, detalles técnicos en la revista profesional PNAS). Las principales responsables de esa mortalidad son las partículas finas (menores de 2,5 micras, o milésimas de milímetro, que se conocen como PM2.5). La fuente principal de estas partículas no es el tabaco, ni siquiera para un fumador (no hablemos ya de los fumadores pasivos), sino el coche que circula por mi calle, y que tal vez sea el tuyo, abstemio e irritado lector.

Sí, amigos, conducir obstruye las arterias, daña los pulmones,

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