Cierra los ojos y dobla el dedo medio de la mano derecha. Aunque no lo estés viendo, sabes perfectamente que lo estás doblando. Eso es la propiocepción, la percepción de lo que estás haciendo con tu cuerpo. Y eso es justo lo que no tiene un amputado cuando batalla para controlar su mano protésica. A través de unos electrodos, su muñón emite señales para mover los dedos y va aprendiendo a hacerlo cada vez mejor, pero sin la propiocepción la tarea es fatigosa e inexacta. Si sabes bailar o tocar el piano, imagina lo que supondría hacerlo sin sentir lo que están haciendo tus piernas, tus brazos y tus dedos, sin percibir el peso de tu cuerpo sobre la pista, sin saber si tus manos están haciendo lo que les has ordenado. Es como la cámara insonorizada donde solo escuchas tus propias palabras y su eco en las paredes, pero llevada al físico, a este cuerpo serrano en el que vivimos encerrados y que va perdiendo más piezas cuanto más avanza la biografía.

Las amputaciones de brazos o piernas, tan habituales en las guerras, han hecho un gran servicio a la neurología al revelar algunas de las propiedades más asombrosas del cerebro. Un clásico del género son los miembros fantasma, un fenómeno por el que el paciente percibe el miembro amputado como si todavía fuera parte de su cuerpo. No solo lo puede sentir, sino que le puede doler. Es una triste ironía que, encima de perder un brazo, te siga doliendo cuando ya no está ahí.

La forma más eficaz de despertar al miembro fantasma es estimular eléctricamente el muñón o las zonas adyacentes. En la geometría del cerebro, nuestro cuerpo es ese horrible homúnculo que siempre sale en los tratados de neuroanatomía, todo lengua y dedos y genitales, porque de ahí viene el grueso de nuestra experiencia táctil (somatosensorial, en la jerga). Y donde cada centímetro del cuerpo se representa adyacente al centímetro que tiene al lado. Es un auténtico mapa. Deformado, pero un mapa, como el plano del metro, que no refleja la geografía real de la ciudad,

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