Con la orden de #quedateencasa o #stayhome, los gobiernos nos obligan en estas semanas a la cuarentena domiciliaria, para evitar que la pandemia afecte a más personas alrededor del mundo. El espacio donde vivimos, de repente, se ha convertido en el lugar de permanencia obligada, independientemente de cuáles sean sus características, cuántos sean sus habitantes y de dónde se encuentre este hogar.

Pocos momentos en la historia contemporánea nos han hecho notar de una manera tan radical qué significa habitar en una buena vivienda. Ahora que todos estamos confinados en ella, no podemos escapar, salir a trabajar, a caminar, a tomar un café, a hacer deporte, a jugar en el parque, a leer en un banco, a conversar, a discutir, a pensar. Todo tiene que ocurrir en la casa donde vivimos, en permanente proximidad con los que compartimos la casa o en la absoluta soledad.

Nunca fue tan pertinente reflexionar sobre el derecho humano a una vivienda digna (fijado en el articulo 25.1 de la Declaración de los Derechos Humanos) y sobre lo que realmente es una vivienda «adecuada» y lo mucho que aporta en términos de calidad de vida. Lo que significa tener una vivienda espaciosa y bien distribuida, con vista a la naturaleza, con luz natural, con buena ventilación y con un espacio exterior, un balcón, un jardín o un terrado accesible desde ella, y qué privilegio es vivir así en pleno siglo XXI.

Cómo son nuestras ciudades

No hay que mirar muy lejos para darse cuenta de que la ciudad en la que vivimos está llena de infraviviendas: viviendas sin luz, con ventanas a unos minúsculos patios interiores; viviendas compartidas entre personas que se turnan entre trabajar y dormir; viviendas superpobladas en las que el individuo no tiene donde retirarse a un espacio privado; viviendas mal construidas donde se escucha cualquier sonido del vecino; o, como las describe Juan José Millás,

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