Esta es la semblanza de un ser humano extraordinario, un político de la talla de un gigante y un socialista de raza. Es la semblanza que jamás hubiera querido escribir en este, el periódico de sus desvelos y de su vida. Alfredo Pérez Rubalcaba no cabe en un artículo, ni en veinte, porque su personalidad y su trayectoria vital son demasiado complejas para resumirlas en unas cuántas líneas.
Inteligente, vital, curioso, moderno, abierto siempre a aprender del otro y profesor paciente. Alfredo era riguroso hasta la exasperación de sus equipos. Siempre se le podía dar otra vuelta al problema, analizarlo desde otro ángulo, exprimir las posibles soluciones, buscar más allá de lo que los demás veían, más a fondo, mucho más. Y cuanto más estrecho era el margen de maniobra, más espacio buscaba hasta conseguir ensancharlo, España siempre por delante de todo.
Su mujer, su familia, sus amigos, sus alumnos y sus compañeros del Partido, la música, los libros y «el Madrid», conformaban su mundo afectivo, central para él.
Nada más lejos de la realidad que el personaje frío y calculador que algunos han descrito: Alfredo era todo corazón, esa era su única debilidad.
Rubalcaba será reconocido como uno de los políticos más importantes de los últimos 50 años, impulsor de reformas fundamentales —particularmente en educación— arquitecto de pactos políticos claves para la democracia, negociador hábil e implacable, era también un orador brillante y un trabajador infatigable, exigente consigo mismo como con nadie.
Alfredo Pérez Rubalcaba fue muchas cosas en su vida pero jamás le tentaron ni los cócteles ni los palacios. Se sentía mucho mejor tomando unas cañas con los compañeros después del mitin. Ser secretario general del PSOE fue, seguramente, su puesto más querido. No tuvo mucha suerte en esa etapa pero todos sabemos que, en aquel momento tan difícil para el PSOE, Alfredo que ya lo había sido todo, no dudó en afrontar la tarea hercúlea de sostener al partido y lo hizo con pasión.