Argentina vive hoy un pañuelazo. La palabra es realmente hiperbólica: son las herederas de las abuelas y madres de pañuelos blancos de la “Plaza de Mayo” que cruzaron el país con los pañuelos verdes por la descriminalización del aborto. En agosto de 2018, fueron cerca de un millón de chicas y mujeres caminando por las calles de Buenos Aires a la espera de la votación del proyecto de ley que ya fue ocho veces a la plenaria. Se perdió por unos pocos votos y el tema ahora regresa incluso antes del comienzo de los trabajos legislativos. El presidente Alberto Fernández tomó para sí la cuestión de la descriminalización del aborto. Fernández dice no ser capaz de “vivir en paz con la propia consciencia”, al imaginar que mujeres pobres enferman o mueren por la clandestinidad del aborto.

La historia es más larga que la llegada de Fernández al poder. Es cierto que hay una osadía en el gesto de reírse con el papa Francisco en el Vaticano, hablar de deuda y pobreza, admirarlo públicamente como líder religioso por Twitter, y de ahí a unos días anunciar en una universidad francesa que pretende descriminalizar el aborto. Se describió a sí mismo como alguien que no le cae bien “la hipocresía”. A las mujeres no nos cae bien la hipocresía, y aún menos el miedo de la clandestinidad del aborto: es la misma mujer católica que se confiesa los domingos en la Iglesia del papa Francisco, la que vive la clandestinidad del aborto. Es la mujer común que promete nuevamente ocupar las calles del país con los pañuelos verdes que ya son el símbolo de la descriminalización del aborto desde Oaxaca, en México, hasta Santiago, en Chile, con las performances vendadas del grupo LasTesis sobre “un violador en el camino”.

Como en varios países latinoamericanos, el aborto es crimen en Argentina. Una mujer, además de pecadora, vive el riesgo de la ilegalidad con la amenaza de prisión.

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