En una muestra de ira sin precedentes, los ciudadanos chinos criticaron ayer con dureza a su gobierno por la muerte de Li Wenliang. Este oftalmólogo de 34 años fue uno de los ocho médicos que a finales de diciembre dieron la voz de alarma después de detectar el brote de un coronavirus «similar al SARS». En vez de escuchar lo que tenía que decir, las Autoridades le amonestaron por ello y le obligaron a firmar una carta de admonición en la que prometía no extender más rumores. A pesar de conocer el riesgo al que se enfrentaba, Li decidió ponerse en primera línea de fuego de la epidemia y se contagió. Su fallecimiento ha supuesto un duro golpe anímico para una sociedad que ha pasado de la pena a la rabia en cuestión de minutos.
Hasta el punto de que la etiqueta ‘queremos la libertad de expresión’ se convirtió ayer en una de las más utilizadas en las redes sociales chinas. Para cuando los censores se pusieron manos a la obra, ya era tarde. «La última vez que la gente despertó como ahora fue en 1989», escribió un usuario de Weibo, el Twitter chino, en referencia al movimiento estudiantil que aquel año desembocó en la matanza de Tiananmen. En líneas similares se expresaron muchos otros, en lo que supone una afrenta directa para el liderazgo político del Partido Comunista.
Consciente del peligro político que entraña esta situación, la respuesta de la cúpula del poder también fue rápida. Por un lado, la todopoderosa -y temible- Comisión para la Disciplina anunció que enviará un equipo para investigar lo sucedido y depurar responsabilidades. Se suma así al Tribunal Supremo, que ya criticó el castigo que la policía local impuso a Li. «Habría sido afortunado que la gente hubiese creído entonces los ‘rumores’ y se hubiese protegido con mascarillas», afirmó el Tribunal en su cuenta oficial. Por otro lado,