Vivir es maravilloso. Vivir es muy complicado. Vivir es tener días buenos y otros malos. Vivir es callar, hablar, amar, sufrir, recordar y olvidar, acercarse. Vivir es dejarse llevar, reír y llorar, ir y venir. Pero hay personas para las que vivir es sobre todo sufrir; tener dolor insoportable; estar obligado a depender —para todo— de alguien; pasar postrado años, paralizado, sin posibilidad de cura ni mejoría; saber que “hoy ha sido el día más horrible de mi vida y mañana será aún peor”, como decía Luis sin perder la sonrisa. Para esas personas vivir está muy lejos de ser maravilloso. No es una cuestión sobre la que pueda opinar quien no es capaz de entender ese sufrimiento o quien no sabe hacerlo desde el corazón. Vivir es un derecho, no una obligación.

Todos nos aferramos a la vida cuando esta merece ser llamada así, no cuando la vida no es sino una sucesión de días eternos y noches interminables, no cuando sólo queda el recurso de soñar porque la realidad es insoportable. Cuando el cuerpo es la peor celda; cuando no se puede jugar ni acariciar y reír duele —mucho—, es el momento de irse, o al menos de saber que uno se puede ir con la misma dignidad con la que ha vivido, que puede decidir en qué momento y con quién despedirse. Qué menos, ¿no? ¿Por qué Luis no pudo elegir cuándo decirme adiós?

Tuvimos suerte: yo estaba agarrada a su mano cuando se durmió del todo, el 1 de agosto de 2017 —sus débiles pulmones habían dejado de funcionar—. Luis sonreía. En su cara se podía ver que descansaba, por fin. Que después de muchos meses pidiendo que le permitieran algo tan básico como morirse lo había conseguido. En su sonrisa se leía “gracias”.

¿Por qué tuvo que padecer tanto? ¿Por qué hubo que esperar a que la enfermedad se lo llevara del todo? La respuesta es muy simple: porque los políticos, los encargados de legislar, han sido incapaces hasta ahora de ser valientes,

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