El huerto de la residencia donde está ingresada mi suegra está sembrado de espliego. El aire de la sierra resulta tonificante. Y, sin embargo, al entrar en él todo perturba: las cuidadoras reparten vasitos de zumo o cuencos de gelatina a un grupo de cuarenta ancianos y ancianas que, según su grado de autonomía, dormitan en sus sillas de ruedas o rellenan con ceras perfiles de búcaros y flores. A veces se les vuelan los papeles. No se prestan las ceras de una mesa a otra. No se hablan apenas. Han adoptado una actitud hostil que quizá sea un mecanismo de defensa para paliar la sensación de soledad entre desconocidos. Una viejecita, que solo viene por las mañanas al centro, me da dos besos: “Encantada de conocerla”. Mi suegra se aferra a un neceser donde cree que guarda su dinero: “¿Y por qué yo no oigo?, ¿qué me pasa?, ¿es que me voy a quedar así?”. A su lado, una anciana sonriente canta a voz en grito: “De pintar un ángel negrooooooooo…”. Cuando alcanza los agudos, rellena los pulmones y advierte: “Os vais a enterar”. Chilla como un cerdo herido, mientras que otra pintora la amenaza con darle una leche, y la mujer que me ha dado dos besos apacigua los ánimos: “¿Por qué no te duermes un poco?”. La cantante responde: “No tengo sueño”, pero inmediatamente apoya la frente sobre la mesa y se queda traspuesta. En la playa de la localidad en la que veraneo con mis padres, otra anciana cantarina, debajo de la sombrilla, come bocadillos y después entona coplas con una voz estentórea, pero afinada. Al despedirnos de mi suegra, me dice: “Solete”. La sacamos del jardín de los lotófagos. En la sala, viejos y viejas cabecean delante del televisor, y oigo a una mujer que habla muy bajito: “Que alguien me ayude, que alguien me ayude…”. No sé si es una cantinela o he de llamar al personal sanitario.
La residencia donde está ingresada mi suegra no es un lugar especialmente sórdido. Aquí no pegan a nadie. Hay sesiones de gimnasia y pequeñas clases y juegos: “¡A ver!,