Acaso los planos más bellos de Dolor y gloriason aquellos en los que el protagonista, el director de cine Salvador Mallo, echa un cojín al suelo para apoyar la rodilla y, agachado, busca la heroína entre sus medicamentos. Lo primero que enseña la droga es a agacharte ante ella: te pone de rodillas en el baño para inhalarla, te tala como un árbol hasta acabar de cuclillas tras inyectarla. Escondida en la película hay una música entre el dolor físico de Mallo y la gloria que busca para aliviarlo, y la lucidez necesaria para saber que la gloria puede destruir mucho más rápido que el dolor.

Y sin embargo la derrota de esas escenas no es la heroína, una opción al fin y al cabo, sino el cojín, que no se elige. Toda la película amenaza con ser la rodilla en tierra de Almodóvar, incluida la aparición de una madre que llega para escribir el testamento de su hijo, y sin embargo siempre aparece en el último momento un cojín que impide que la rodilla claudique. No solo de viejo por el dolor, sino de niño por la gloria: el niño que descubre de golpe su sexualidad al ver a un adolescente desnudo bañándose en su casa deja caer las toallas y lo primero que hace en su desmayo es apoyar la rodilla en ellas. Esa rodilla es la del protagonista Mallo, la del creador Almodóvar y la nuestra, el público que, aun sabiendo que hay un momento en el que no queda más remedio que bajar la rodilla, se resiste a doblar la pierna.

Todo ello emparenta con uno de los asuntos más turbadores de Almodóvar, explicitados en el impresionante final de ¡Átame!: gente al borde de la bancarrota, siempre tambaleándose, que se dobla como el junco pero siempre sigue en pie. Y una frase que persigue al espectador al salir del cine, algo así como “yo no quería que le pasase nada a los protagonistas de las películas” pronunciada por el niño.

Una angustia que en mi caso ha ido creciendo al punto de ver ciertas películas no solo negándome a suspender la incredulidad,

 » Más información en elpais.es