¿Son los animales conscientes de su sufrimiento? La pregunta es tan profunda que parece quedar fuera del alcance de la ciencia. Afecta de lleno a uno de los problemas más fundamentales en la singular jerarquía de los filósofos: los qualia,como el sentimiento de rojez que nos induce el rojo, o el dolor consciente que nos produce la crueldad. Pero las políticas para paliar el sufrimiento animal —o para no hacerlo— dependen por entero de la ciencia. ¿Sienten, sufren los animales, y por tanto son titulares de algún tipo de derecho? En líneas generales, la mejor ciencia disponible apoya esa idea, aunque sin unanimidad.

La cuestión va mucho más allá de la neurología. Desde un punto de vista técnico, saber si un animal tiene consciencia es el mismo problema que saber si la tiene un paciente en coma o en estado vegetativo. Ambas son cuestiones objetivas sobre la estructura y la actividad del cerebro. Todo lo que pasa en nuestra mente tiene un correlato en la actividad neural, y la consciencia no es una excepción. Los investigadores ya disponen incluso de un conscienciómetro, un aparato que asigna un número al grado de consciencia de un sujeto, por ejemplo mientras le anestesian, o si ha sufrido un daño cerebral. Con unos cuantos ajustes, podría aplicarse a cualquier animal, lo que nos daría una medida objetiva del grado en que un animal puede sentir y sufrir.

Definir la consciencia es muy difícil —como definir cualquier cosa sin saber en qué consiste—, pero a veces una parábola funciona mejor que una definición: consciencia es eso que pierdes al dormirte y recuperas al despertarte. Los pliegues del edredón que te cubre, el olor a café que llega de la cocina, el cuarteto dodecafónico de los cláxones que filtra la ventana. La sensación de estar vivo. También la capacidad de sufrir, el talento para sentir dolor, tus recuerdos y el oscuro augurio de tu futuro. “No sé definirla, pero la reconozco cuando la veo”, como dijo el juez Potter Stewart sobre la pornografía.

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