Si supiera cómo, si tuviera una varita de las mágicas, no lo dudaría, ni un segundo. Mañana, qué digo mañana, esta misma tarde en cuanto llegara a casa, le quitaría la discapacidad a mi hija. Sin dudarlo, sin pensarlo más. La discapacidad no es algo deseable. Probaré a decirlo con asertividad, que ya con cuarenta y tantos me lo puedo permitir: la discapacidad es absolutamente indeseable.
Me encantaría que algún día se colara entre los titulares de las noticias, uno de esos que habla de científicos de universidad y ratones, capaces de anticipar en unos años lo que pudiera ser una terapia definitiva, quizás una pastilla o un campo magnético mágico. Que todo fuera suficiente para revertir los azares de la genética y de los accidentes, para reconducir los “renglones torcidos de Dios”… y poner fin así a la amargura vital de más de mil millones de personas en todo el mundo. (*)
Pero no va a pasar.
Es verdad que la discapacidad es indeseable, pero no es cierto que sea absoluta. Por eso no hay personas discapacitadas, sino personas que en determinados aspectos de su vida tienen una discapacidad de un tipo, o de otro; o que quizás vivan la experiencia de la discapacidad en un momento, o en otro…
Insisto, lo de la pastilla no va a pasar.
Y como no va a pasar, me fuerzo a mirar la discapacidad de otra manera. Me obligo a no tratar de entenderlo todo como nos enseñaron a comprender. La vida de mi hija (con su síndrome de Down y sus dos cardiopatías a cuestas) me asoma a un balcón desde el que puedo ver un mundo armónicamente en torsión, amable de ver, de sentir, de interiorizar. Y difícil de explicar, sobre todo, cuando añado aquello de que no siento ninguna pena por ella.
Mi hija conjuga, inocente, la circunstancia de su discapacidad con sus superpoderes para el amor, para las emociones, para la empatía,