Han pasado ya cinco años desde la salida de la última recesión, y los vaticinios de sobre una nueva recaída parece que no se cumplirán, al menos a corto plazo. Nuestra economía y el empleo apuntan a una continuación del crecimiento, aunque ciertamente muy moderado y a expensas de la marcha dictada por la evolución de acontecimientos y mercados globales. Sin embargo, los deberes no se han hecho. Diría que nuestros gobernantes y representantes políticos, cegados por la lucha partidista y por cuestiones que a la mayor parte de la ciudadanía le preocupan mucho menos de lo que ellos creen, han dejado de lado los asuntos esenciales que afectan a las personas. La clave está en el reparto de la riqueza. O en la ausencia de tal reparto. En estos últimos años hemos asistido a un crecimiento casi irreverente de las diferencias económicas y sociales, de la desigualdad, a nivel global y en España.

La clase trabajadora ve cómo la bonanza económica no se traduce en una mejora de su calidad de vida. La tasa de paro sigue estando en un 13,9%, casi el doble de la media de la zona euro, y 1,4 millones de personas llevan más de un año en situación de desempleo; el 26,8% de la población llega con dificultad a fin de mes, y el 36% no pueden afrontar un gasto imprevisto; una de cada cinco personas se encuentra en riesgo de pobreza (el 26% de los menores de 16 años, y el 14% de quienes tienen un empleo); la brecha salarial de las mujeres es de un 20%; y las retribuciones de los altos ejecutivos de las empresas del IBEX 35 son 130 veces superiores al salario medio de su compañía. No en vano España es uno de los países más desiguales de la Unión Europea.

Y pese a ello, los poderes fácticos, instalados en una visión unidireccional de las cosas, siguen sin adoptar medidas que reviertan esta situación, lo que provoca un enorme descontento en las personas, abonando el terreno para el surgimiento de planteamientos de ultraderecha, mezquinos y retrógrados.

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