EL SOL SE ha levantado espléndido y la multitud que camina por la avenida de la Albufera, en Madrid, prácticamente tiene que abrirse hueco a codazos. Es un día entre semana en el popular distrito de Puente de Vallecas. En la acera, frente a una hilera de puestos de venta ambulante, se suceden los locales en los bajos de los edificios de viviendas. En apenas 250 metros cuadrados, una decena de comercios se dedican al mismo negocio: son salones de juego. A sus puertas se agolpan varios hombres. Un par de ellos charlan mientras comparten una lata de cerveza. Otros tres parecen tan jóvenes que lo primero que pasa por la cabeza es que deberían encontrarse en el instituto a estas horas.

Un salón de juego en Valladolid.Un salón de juego en Valladolid. James Rajotte

Con el día en su apogeo, entrar en uno de estos salones resulta parecido a meterse en una cueva. No todos son iguales, pero en este se hace la oscuridad a pesar de los colores que centellean desde las máquinas. Al no filtrarse el sol por las vidrieras, no se sabe si es de día o de noche. Tampoco hay reloj que sirva de referencia. Dentro se distinguen tres espacios donde se reparte una quincena de personas, la mayoría varones. Uno, donde la gente sujeta vasos de papel con monedas, está poblado por tragaperras. Otro lo preside una ruleta rodeada de un grupo que fuma cargando el espacio de humo, maquillado con un dulzón ambientador de fruta. En el tercero se despliegan terminales de apuestas deportivas, que recuerdan a las máquinas recreativas, y televisiones que retransmiten partidos.

“En 2009 empezó a aparecer algún caso de adictos a las apuestas”, dice la psicóloga Bayta Díaz. “Para 2017 eran el 43% de los casos que atendemos”. 

Hasta no hace tanto, esos locales fueron tiendas de barrio. De 2008 a 2017 se registró un crecimiento del 29% en el número de salones de juego (y un aumento del negocio del 10%), producido por una reconversión del sector debida a la crisis.

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